viernes, 13 de julio de 2012

Perrito


Al principio nadie lo vio, porque todo pasó muy rápido.

Andaba balanceandose a ritmo de mariachis por el borde de la acera, como un equilibrista llevando un paraguas imaginario en una mano, y, en la otra un pañuelo de colores que se retorcía con el movimiento de su cuerpo y el del viento. Todo parecía una sola cosa. Una maquinaria de funcionamiento impredecible.

Quiso el azar por desgracia, a juzgar por lo que pasó después, que se distrajera con un pensamiento vago. Entonces no hubo quien deshiciera lo andado y ya sabemos todos que no siempre se puede volver sobre nuestros pasos.

Puso un pie firme delante del otro y se precipitaron las acciones: el borde de la zapatilla ortopédica se abrió hacia un costado y trató en vano de mantener un equilibrio precario sobre el piso resbaladizo, luego cedió a sus ansias de volar y se fue libre hacia atrás dejándolo a él trastabillando con cuidado, tropezando primero con su pierna destemplada, doblando las rodillas de inmediato, y luego de una breve levitación, cayendo horizontal sobre el cemento. Se oyó un ruido seco. Como el que se escucha en las películas cuando se cierra una puerta. La culpable zapatilla fue a parar a unos metros de distancia, sin vida eso sí, pero alegre.

Descerrajado el cráneo, el hombre fue más consciente que nunca: las ideas cantaron glorias mientras brotaban de sus sesos y se fueron volando a los cielos -¡aleluya, aleluya!-, mientras una multitud de curiosos debatía sobre la pertinencia de dejar en la acera ese rojo tan intenso o limpiarla para que nadie se tropezase otra vez.

Y es que nunca la calle se vio tan bonita ni se vio a los vecinos tan contentos.

Cuando todos se retiraron el cuerpo quedó allí, sonriente.

Y de pronto, como cosa del destino, un perrito moteado ladró algo que nadie entendió. Luego echó su chorrito y desapareció con la tarde.

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