domingo, 18 de octubre de 2009

Las Indias Occidentales

Fray Bartolomé de las Casas (1484-1566).

De las Casas participó en la conquista de Cuba en 1512, pero en 1514 dejó sus actividades como encomendero por la impresión que le dejó la matanza de los indios de Caonao y el suplicio al que fue sometido el cacique Hatuey.


Y desde entonces empezó a ocuparse de la defensa de los indios.


La protesta del padre de las Casas no estaba de más, pues, si bien los reyes obraron con criterio al editar las Leyes nuevas de Indias, la realidad en las colonias escapó al control de la metrópoli pues en tales territorios reinaba la ley de la selva.


He aquí un extracto de su famoso librito, origen de la leyenda negra española:


"En la isla Española, que fue la primera, como dijimos, donde entraron cristianos e comenzaron los grandes estragos e perdiciones destas gentes e que primero destruyeron y despoblaron, comenzando los cristianos a tomar las mujeres e hijos a los indios para servirse e para usar mal dellos e comerles sus comidas que de sus sudores e trabajos salían, no contentándose con lo que los indios les daban de su grado, conforme a la facultad que cada uno tenía (que siempre es poca, porque no suelen tener más de lo que ordinariamente han menester e hacen con poco trabajo e lo que basta para tres casas de a diez personas cada una para un mes, come un cristiano e destruye en un día) e otras muchas fuerzas e violencias e vejaciones que les hacían, comenzaron a entender los indios que aquellos hombres no debían de haber venido del cielo; y algunos escondían sus comidas; otros sus mujeres e hijos; otros huíanse a los montes por apartarse de gente de tan dura y terrible conversión. Los cristianos dábanles de bofetadas e puñadas y de palos, hasta poner las manos en los señores de los pueblos. E llegó esto a tanta temeridad y desvergüenza, que al mayor rey, señor de toda la isla, un capitán cristiano le violó por fuerza su propia mujer.

De aquí comenzaron los indios a buscar maneras para echar los cristianos de sus tierras: pusiéronse en armas, que son harto flacas e de poca ofensión e resistencia y menos defensa (por lo cual todas sus guerras son poco más que acá juegos de cañas e aun de niños); los cristianos con sus caballos y espadas e lanzas comienzan a hacer matanzas e crueldades extrañas en ellos. Entraban en los pueblos, ni dejaban niños y viejos, ni mujeres preñadas ni paridas que no desbarrigaban e hacían pedazos, como si dieran en unos corderos metidos en sus apriscos. Hacían apuestas sobre quién de una cuchillada abría el hombre por medio, o le cortaba la cabeza de un piquete o le descubría las entrañas. Tomaban las criaturas de las tetas de las madres, por las piernas, y daban de cabeza con ellas en las peñas. Otros, daban con ellas en ríos por las espaldas, riendo e burlando, e cayendo en el agua decían: bullís, cuerpo de tal; otras criaturas metían a espada con las madres juntamente, e todos cuantos delante de sí hallaban. Hacían unas horcas largas, que juntasen casi los pies a la tierra, e de trece en trece, a honor y reverencia de Nuestro Redemptor e de los doce apóstoles, poniéndoles leña e fuego, los quemaban vivos. Otros, ataban o liaban todo el cuerpo de paja seca pegándoles fuego, así los quemaban. Otros, y todos los que querían tomar a vida, cortábanles ambas manos y dellas llevaban colgando, y decíanles: "Andad con cartas." Conviene a saber, lleva las nuevas a las gentes que estaban huídas por los montes. Comúnmente mataban a los señores y nobles desta manera: que hacían unas parrillas de varas sobre horquetas y atábanlos en ellas y poníanles por debajo fuego manso, para que poco a poco, dando alaridos en aquellos tormentos, desesperados, se les salían las ánimas.

Una vez vide que, teniendo en las parrillas quemándose cuatro o cinco principales y señores (y aun pienso que había dos o tres pares de parrillas donde quemaban otros), y porque daban muy grandes gritos y daban pena al capitán o le impedían el sueño, mandó que los ahogasen, y el alguacil, que era peor que el verdugo que los quemaba (y sé cómo se llamaba y aun sus parientes conocí en Sevilla), no quiso ahogarlos, antes les metió con sus manos palos en las bocas para que no sonasen y atizoles el fuego hasta que se asaron de despacio como él quería. Yo vide todas las cosas arriba dichas y muchas otras infinitas. Y porque toda la gente que huir podía se encerraba en los montes y subía a las sierras huyendo de hombres tan inhumanos, tan sin piedad y tan feroces bestias, extirpadores y capitales enemigos del linaje humano, enseñaron y amaestraron lebreles, perros bravísimos que en viendo un indio lo hacían pedazos en un credo, y mejor arremetían a él y lo comían que si fuera un puerco. Estos perros hicieron grandes estragos y carnecerías. Y porque algunas veces, raras y pocas, mataban los indios algunos cristianos con justa razón y santa justicia, hicieron ley entre sí, que por un cristiano que los indios matasen, habían los cristianos de matar cien indios".


Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1578).


Pues mientras España quería ejercer sobre las Indias un dominio político y comercial en paz y entendimiento, sus súbditos de ultramar no parecían tener la misma idea, pues su objetivo no era otro que enriquecerse a toda costa y lograr privilegios, beneficios y poder.


Las administraciones españolas en América, salvo honrosas excepciones, se encargaron de boicotear sistemáticamente todo cuanto venía de Madrid en materia de legislación y reales cédulas, además de otras ordenanzas.


Muchos encomenderos, corruptos y explotadores, con la complicidad de malos gobernadores, magistrados, clérigos, algunos indígenas de cierta categoría, y hasta virreyes, hicieron de las suyas.


En el caso de los naturales fue evidente la doble moral española: mientras por un lado se legislaba para protegerlos, por el otro, tal legislación era letra muerta, ya que pocos o nadie las hacía cumplir.


Al parecer, el largo brazo de Madrid nunca pudo o supo frenar los excesos y las ambiciones de muchos españoles.


Las reducciones de indios, la explotación, los abusos y los trabajos forzados a que fueron sometidos millones de indígenas convertidos en mitayos, dejaron un doloroso saldo, pues fueron despoblados valles y comunidades enteras.


Ya los Reyes Católicos iniciaron el trato justo de los indios, cuando Colón, al regreso de su segundo viaje (1496), trajo a España como esclavos 300 indios de La Española, y le obligaron a regresarlos de inmediato, y como hombres libres.


Alertados así sobre el problema, los Reyes dieron en 1501 rigurosas instrucciones al comendador Nicolás de Ovando, en las que insistían en que los indios fuesen tratados no como esclavos, sino como hombres libres, vasallos de la Corona.


Y Núñez de Balboa, en 1513, escribe al Rey desde el Darién, quejándose del mal trato que Nicuesa y Hojeda dan a los indios, «que les parece ser señores de la tierra», y que una vez que se hacen con los indios «los tienen por esclavos».


Y en 1525, a los cuatro años de la conquista de México, don Rodrigo de Albornoz, contador de la Nueva España, escribe también al Rey, denunciando que con la costumbre de hacer esclavos «se hace mucho estrago en la tierra y se perderá la gente de ella y los que pudieran venir a la fe y dominio de V. M., si no lo mandare remediar luego y que en ninguna manera se haga sin mucha causa, porque es gran cargo de conciencia».


La Corona, atendiendo estas voces, prohibe desde el principio la esclavización de los indios en reiteradas Cédulas y Leyes reales (1523, 1526, 1528, 1530, 1534, Leyes Nuevas 1542, 1543, 1548, 1550, 1553, 1556, 1568, etc.), o la autoriza solamente en casos extremos, acerca de indios que causan estragos o se alzan traicionando las paces.


En 1530, por ejemplo, en la Instrucción de la Segunda Audiencia de México, el Rey prohibe la esclavitud en absoluto, proceda ésta de guerra, «aunque sea justa y mandada hacer por Nos», o de rescates.


Pero también llegaban al Rey informaciones y solicitudes favorables a la esclavitud de los indios, formuladas no sólo por conquistadores y encomenderos, sino también por religiosos dominicos y franciscanos, que, al menos en algunos lugares especialmente bárbaros, «aconsejaron la servidumbre de los indios», contra la primera idea de los Reyes Católicos.


Pedro Mártir de Anglería, en una carta de 1525 al arzobispo de Cosenza, refiere: «El derecho natural y el canónico mandan que todo el linaje humano sea libre; mas el derecho romano admite una distinción, y el uso contrario ha quedado establecido. Una larga experiencia, en efecto, ha demostrado la necesidad de que sean esclavos, y no libres, aquellos que por naturaleza son propensos a vicios abominables y que faltos de guías y tutores vuelven a sus errores impúdicos. Hemos llamado a nuestro Consejo de Indias a los bicolores frailes Dominicos y a los descalzos Franciscanos, que han residido largo tiempo en aquellos países, y les hemos preguntado su madura opinión sobre este extremo. Todos, de acuerdo, convinieron en que no había nada más peligroso que dejarlos en libertad».


No obstante, el remedio, cuando ya no lo había, de importar esclavos, fue mucho peor que el bien que se quería o pretendía hacer.

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