domingo, 12 de agosto de 2012

Miedo

El grito se le escapó de tal manera que cuando se arrepintió era demasiado tarde: su habitación estaba a oscuras y una luz tenue recortaba la silueta de su madre en el marco de la puerta.

-¿A qué ese grito?

-Mami –dijo entre sollozos-, tengo miedo.

-¿De qué? –preguntó, entrando a la habitación.

-He visto un monstruo en la silla.

-¡Hummmm!, podría ser, ¿pero, en la silla?

El niño abrió los ojos, atento.

-Bueno –continuó la madre-, pero, sera relativamente pequeño.

-Pero... –balbuceo el niño dudando mientras miraba el montón de ropa desordenada sobre la silla.

-Aunque nunca se sabe,-sonrió la madre- ¡A esos bichos se les ocurren unas cosas!

-Mami, creo que ha sido la ropa que se parece un poquito a un monstruo.

-¡A eso me refiero! te das cuenta que las cosas mas cotidianas pueden engañar nuestros sentidos, por ejemplo, el montón de ropa, vamos a ver.

La madre se sentó sobre la cama y colocó la cabeza curiosa donde antes había estado la del niño. Miro con atención.

El niño, perplejo, seguía en silencio.

-Sí, si, es verdad, ¡mira!, el cuello de la camisa, los tirantes, las medias, parece un monstruo, y de los más malos. Además tiene los ojos grandes e hinchados con una nariz de tamaño imposible; ¡ves como te mira con ese cuerpo contrahecho!. Parece que te quiere comer.

-Mami, me da miedo. 

-Pues, no deberías tenerlo. Aunque bien es verdad que poco tiene que ver el hecho de que yo lo diga con la realidad de las cosas. Ahora mira como me siento encima. ¿Ves?

El niño boquiabierto miraba a su madre moviendo los glúteos sobre el maligno montón de ropa.

-¿Lo mataste? - preguntó al fin.

-Yo creo que si, pero, eso no quiere decir que te relajes. A veces se escurren por los lugares menos pensados, y a ver quién los encuentra. ¡Son tan rápidos!. Igual este era de los lentos –dijo observando los grandes ojos húmedos que tenía enfrente-. Anda duerme tranquilo.

-He de irme –añadió poniéndose de pie.

-¡No!

-¿Por qué?, ¿todavia tienes miedo?.

Dudaba. No sabia que responder. Se le aceleraba la respiración y no daba con la tecla necesaria para hablar. Por fin se le escapó una voz, como si no fuese la suya.

-No tengo miedo – dijo con voz resquebrajada. En su cabeza retumbaba la misma frase como un mantra protector: “no tengo miedo, no tengo miedo, no tengo miedo”.

-Sí lo tienes, a ver acercarte para verte mejor. Tienes las pupilas dilatadas y el cuerpo te tiembla; ¡es normal!. Eres un niño y los niños suelen tener miedo. Ahora bien, si te sientes mejor y crees que puedes afrontarlo solo, me retiro. Ya estoy cansada.

-¡No!

-Dos nos son como un sí – dijo. El niño de reojo miraba la ropa que, libre del peso, iba recobrando su forma horripilante.

-¡No te vayas!

-Esta bien, me quedaré. Aunque.... si era de los rápidos...

-¿Qué?

-Podría esconderse –iba escrutando la habitación-, ¡en el ropero!.

-Pero yo he visto de día que solo hay ropa ahí.

-¡Entonces lo comprendes!.  Sólo hay ropa, y, no podemos tener miedo a la ropa, ¿no es cierto? ¡Nos la ponemos todos los días!.

-A veces me siento incomodo con ella.

-Por algo se empieza, a ver, ¿te acuerdas de que los monstruos toman formas insólitas?. Había un chico al que no le gustaban sus calcetines y le dijo a su madre: "no me gustan estos calcetines". ¿Sabes que le contestó?

-Que eso no importaba, que se los pusiera.

-¡Bien! Pero él desconfiaba. Le dijo a su madre: "los calcetines me dan miedo".

-¡Póntelos! le ordenó la madre.

-¿Y qué pasó?

-Nada. El monstruo se había convertido en calcetines y empezaron a subir por su pierna hasta ahogarlo: se le puso la cara roja, primero, y después morada. Quiso gritar, pero no pudo. Las calcetines no se lo permitieron y cuando lo liberaron de ellos, ya era muy tarde: el niño estaba muerto de miedo, como tú, sólo que con la lengua afuera. ¡Horrible!. Toda hinchada.

El niño se tocó la lengua con los dedos.

-Y, -siguió la madre- hubo otro al que lo mató el papel de las paredes de su cuarto.
Tenia unos dibujitos muy tiernos, suave, como los peluches –el niño miró con suspicacia a su viejo conejo de felpa-. Una mañana lo encontraron abierto desde el cuello hasta el ombligo y con las tripas fuera. Y a los dibujitos les chorreaba sangre fresca. La madre arrancó el papel de las paredes con las uñas. Nunca le había gustado.

-Pero yo no tengo papel en las paredes.

-¡O sí! ¡Sí que tienes! Lo que pasa es que es uniforme y delgado. Lo puse así para que no se notara mucho. Porque después, cuando hayas crecido, no tendrás un cuarto lleno de colorines. Además el papel es más fácil de limpiar cuando se mancha.

-¡No es cierto!

-¡Claro!, no me creas. Además, eso no es lo peor: los niños muertos por los monstruos, reviven y se comen a sus hermanos y a sus mamás. ¿Tú no quieres hacerle daño a tu mami?, ¿verdad?

Empezó a llorar. La madre lo estrecho con fuerza.

-No llores, hijo. Estoy contigo.

Sintió con pavor cómo el abrazo le cortaba el aire que entraba en sus pulmones hasta que no tuvo más remedio que quedar callado.

-Así esta mejor –dijo soltándolo-. A mí me gustan los niños tranquilos.

Lo escrutó con frialdad.

-Bueno. Será mejor que me vaya.

Siguió mirándolo. Ninguno dijo nada. De pronto el pequeño sintió un ruido debajo de él. Veloz, la madre levanto los pies.

-¡Ahí estás desgraciado! –dijo gritando. Acto seguido trepó sobre la cama. El niño rompió otra vez en llanto.

-Mami no dejes que me coma.

-No te preocupes. Lo que hay que hacer es atraparlo y matarlo, tenga la forma que tenga. No vaya a ser que después nos parezca otra cosa y habría que empezar otra vez con esta cantilena.

-¡Atrápalo tu!

-¿Y si me pasa algo? Tú no quieres que le pase nada a tu mami...

Él pequeño enmudeció. La madre estudió su reacción hasta que se le ocurrió algo.

-¡Ya sé! Hagamos un saco con la sabana y te metes bajo la cama para cogerlo.

-¡Pero no sé cómo es! –respondió el hijo.

-¿Te acuerdas qué juguetes has dejado bajo la cama?

-No.

-Pues, tienes que mirar.

-¡Nooo! mira tu.

-Yo no lo reconocería. Yo no distinguiría un juguete de un monstruo.

-Pero...

-Si miras rápido no te pasará nada.

El niño estaba paralizado. Miró a su madre y miró al suelo. Luego imaginó al monstruo con la boca abierta y los colmillos apenas distinguibles tras una maraña de pelo rojo. Se volvió a repetir: “no tengo miedo”, “no tengo miedo”, “no tengo miedo”. Aferrándose al borde de la cama, se asomó rápidamente.

-Creo que se ha convertido en Tobi.

-¡Ah! El payaso. A mi no me gustaba ese juguete. Bueno a ti te gusta, así que tú lo tendrás que coger. Uno no puede coger los monstruos que quieren comerse a otro, ¿no?

-Tiene que haber un modo –a punto de llorar-.

-Bueno, está bien. Pero si me pasa algo es tu culpa –lo miró fijamente.

Con cautela, bajó primero un pie, luego, el otro. Después, mirando al pequeño, se fue agachando, armada con la sabana hecha un saco de nudos. Mientras descendía, sus ojos se iban perdiendo al borde del colchón. El niño se acercó y vio las piernas en cuidadoso movimiento.

-¿Lo ves?

-No, no lo veo. Está el coche, la pelota... ¡espera! ¡Allí esta! –y lanzó un alarido que le estremeció hasta los huesos. Las piernas de su madre se retorcían en movimientos imposibles.
El niño gimió y lloró a todo pulmón hasta que el grito cesó, después quedó en silencio para que el monstruo no lo oyera.

-Niño...., una voz cavernosa salía de la cama.

-Niño...

Se arrinconó contra la cabecera.

-Ya mataste a tu madre...

-¡No, no!

-... tienes suerte de salvarte. Estoy cansado y he saciado mi hambre.

Armándose de valor, se aprestó a correr, pero cuando bajó de la cama sintió algo que lo sujetaba: la mano de la madre le cogía la pierna, al tiempo su propio cuerpo, por inercia, caía pesado al suelo.

La madre se puso de pie levantandolo de la pierna mientras él lloraba y se retorcía como un gusano.

-Me mataste, decía la madre, mientras le restregaba el payaso en la cara.

-¡No!

La madre sonrió perversa. El pequeño no pudo evitar acordarse de los dibujos del papel y sus dientes enrojecidos.

-Mira hijo, solo te estaba asustando. ¡Cómo te voy a hacer daño! Si soy tu madre.

Y acto seguido lo deposita sobre la cama.

-¡No me comas!, ¡no me comas!, chillaba el niño

-Tranquilízate. Como voy ha hacerte daño. Sabes, estoy cansada y no entiendes que los monstruos no existen.

Entonces entendió que su madre no estaba muerta y empezó a tranquilizarse. Cuando paró de llorar lo arropó con la sabana.

-Bueno hijo, solo quiero que entiendas que esto lo he hecho por tu bien para que no tengas miedo, ¿de acuerdo?

Le dio un beso en la frente y su silueta se dibujó en el marco de la puerta.

-Mami...

-¿Si?

-¿Puedes llevarte al payaso?

-Pero...imagina que si fuera un monstruo volvería desde mi cuarto a matarte. Aunque claro, ¡que tonta soy!, me mataría a mi primero.

-No, es que...

-Veo que voy a tener que tomarme en serio tu miedo. No te preocupes. Ahora descansa hijo, descansa –y tras una breve pausa- ya pensaré en algo mejor.

Aquella fue una noche muy larga.

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